"Se cae el cielo y que mas da" o "Invierno"


La primera lluvia fue un aviso, pero a esas alturas fue una bocanada de aire fresco en medio de la rutina estival, fue una llovizna sutil y fresca que comenzaba poco a poco a despedir el verano y a anunciar el otoño…
Han pasado semanas si es que no meses y me vi saliendo del metro una noche, empalado de frío, con ese frío que odio y detesto por que me cala en los huesos, me duele en la piel, me retuerce el alma con recuerdos dolorosos de ese Puerto Varas frío y húmedo en las tardes de encierro entre esas paredes altas color mostaza, mirando por la ventana y añorando el calor familiar de mi Coquimbo de cielo color ratón, pero templado.
La lluvia tiene algo que no puedo definir, cuando niño era casi motivo de fiesta, era la mejor excusa para no ir a la escuela y quedarse acostado todo el día mientras mi mama y mi papa subían una y otra vez por las escaleras arrastrando una tras otra las bandejas de la merienda. Que el desayuno, con el pan tostado con mantequilla y la tasa de te, que el almuerzo, que si queríamos agua, bebida, fruta o lo que se nos ocurriera… y en la tarde… ohhh, como adoraba las tardes, mirando por la ventana a la gente pasar, jugando o peleando con mi hermano, que era casi lo mismo, por que una cosa llevaba invariablemente a la otra o viceversa y a eso de las cinco y media, la bandeja mas esperada, la de las sopaipillas pasadas por almíbar, con su olorcillo a chancaca, naranja y canela que quitaba las penas y te hacia sentir tibiecito por dentro, en ese momento no lo sabia, pero esa sensación de tibieza mullida que te sale desde adentro y luego te envuelve es el sentimiento que iba a perseguir toda mi vida, esa sensación de pertenencia y de protección que sentía al abrazar a mi mama, al enterrar la cara en el delantal de mi abuelita, al compartir la cama con mi papa, viendo tele sin cruzar palabras, pero con la convicción de que era “cosa de hombres”, ayudando a mi abuelo a soldar algún trasto viejo o a reparar algún zapato en el soleado patio, al hundirme entre las colchas de mi cama ahora de grande, o al dormir toda la noche abrazado al depositario de mi amor.
Años después, sumido en el invierno eterno del sur, la lluvia era cotidiana, acompañada siempre de ese viento que volteaba paraguas y de ese frío inmovilizador, que no se quitaba mas que fuerza de estufas a parafinas o salamandras a leña, mismas que impregnaban con su pesado olor la ropa y que siempre dejaban frío algún rincón.
Ahora, en la entrada de mis treinta y uno, la temporada fría me encuentra solo nuevamente, enmarcando mi caminata de manos embolsilladas con hojas tristes que caen acunadas por el viento formando una alfombra ocre y húmeda a mis pies, que pisada tras pisada libera ese aroma que mezcla la tierra y las hojas mojadas que tanto me gustaba sentir cuando en verano regaba el seco jardín del departamento de Luis.
Como decía, salgo del metro envuelto en mi bufanda y mi abrigo negro y en alguna vuelta salgo de mi y me alejo y me diviso caminando por la calle ya oscura, bajo los árboles otoñales cada vez mas teñidos de café y mas desnudos y me pierdo en el paisaje de esa postal disipándome en los colores de ese collage invernal pensando en esa sensación de tibieza hogareña que aparentemente he vuelto a perder, pero que muy en el fondo se que titila en algún perdido rincón de mi alma.


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