La Casona.

De día la casona se impone a unos pasos de la esquina de las calles Huerfanos y Libertad con sus gruesas murallas de piedra gris, su reja de hierro forjado y sus balcones soleados, además, su cercanía equidistante a las plazas y barrios Yungay y Brasil la convierten en un escenario idílico, trozo de Santiago antiguo, del gusto de fotógrafos, artistas y bohemios que buscan recrear jornadas y sentires pasados, pero de noche, de noche la barriada cambia, volviéndose sórdida y oscura, las esquinas se llenan de carroña, vagos y extranjeros desarraigados, toscos y burdos y la casa se ensombrece en el olor rancio de tufos, alcoholes y orines que se elevan desde la cuneta.
Yo mientras tanto, giro la vista entre las paredes extrañas y ajenas de esa casa vieja con la pintura de sus techos altos descascarada de la que pende, entre alambres mustios, una triste ampolleta solitaria, y me siento tan abandonado como esa sala común amoblada solo por un sofá cama sucio y una mesa de centro opaca que ya hace años perdido su barniz.
La escalera de madera es amplia y rechina al pisarla, esta llena de polvo y mi pieza, aunque recién pintada, muestra una enorme grieta en semicírculo de piso a techo. Mi ventana, da a un pequeño pasaje y a la ventana de mis vecinos de frente, una familia de costarisences gritones y hacinados en un espacio aparentemente menor que el mío.
Anoche, desde la ventana, la calle se veía llena de borrachos y tachos de basura rebosantes de desperdicios que terminaban esparcidos inevitablemente por el suelo, y a lo lejos se oía pachanga, algún son semicaribeño y risotadas huecas.
Así, con la vista fija en el techo de relieves inmaculadamente blancos me deje llevar por la lejanía de los sonidos flotantes en el ambiente hasta que el sueño me venció, hoy al amanecer la calle recuperaba sus bríos nobles y aristocráticos de antaño y su dignidad perdida, en sus veredas solo estudiantes de mochilas ladeadas de tanta correría de niño soportada, llenaban de risas la esquina comprando alguna chucheria en el almacén y alguna mujer, escoba en mano, limpiaba la acera antes de empezar su día al tiempo que yo, refregándome los ojos, me dirigía a la ducha para empezar el mío.

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