“Cambia lo superficial, también cambia lo profundo” o “Cambia todo cambia”

Este sábado se caso mi hermano y su matrimonio fue motivo para volver a la casa de mis papas, mi casa, a comer las pantrucas de mi abuela y las pailas de huevos fritos en el desayuno que tanto me nutren el cuerpo, el alma y el corazón.
El matrimonio de mi hermano llevaba meses de planificación y se volvió la excusa perfecta para reunir de nuevo a la familia, que por uno u otro motivo no se hacia el tiempo o las ganas de juntarse a lo grande, como en esas comidas domingueras que hacíamos en la casa del abuelo cuando este estaba vivo y fue grato vernos de nuevo y dejar a un lado las antipatías añejas, las taimaduras caducas y los enojos obsoletos, alrededor de la feliz pareja y las sonrisas y las bromas y los brindis y la comida, como si el tiempo se hubiera detenido desde esos infantiles años en que la sobremesa terminaba guitarra en mano y voz en cuello, mientras los unos aplaudían, los otros bailaban y todos desbordábamos la felicidad de querer y sentirse queridos en el paréntesis dulce y sosegado del protector seno familiar el domingo por la tarde.
Pero aunque nuestra esencia no cambio con la veintena de años que paso, ya no éramos los mismos, y las argollas y la promesa de amor eterno entre María Isabel y mi hermano Marcos, enmarcaban a mi abuela, cada vez mas cansada, a mi papa, envejecido de pronto, a mi hermana, que en vestido de gala ya no era “la negra” de trenzas azabache y pantalones de lana corriendo por el jardín, sino una atractiva mujer de veintitantos que robaba mas de alguna mirada furtiva de los comensales, mientras mis primos, los eternos compañeros de juegos, mi hermano y yo, ya no éramos los mocosos rodillas peladas o los adolescentes despreocupados del ayer, sino que ya cargábamos a cuesta buena parte de nuestras decisiones, uno que otro fracaso, varios pequeños triunfos, mucha experiencia y, como no, esperanza en un mejor porvenir.
Mi prima Carolina aun luchaban en la mesa por hacer prevalecer el recuerdo de su reinado liceano por sobre sus numerosos kilos de mas, mientras su hijo Sebastian corría por entre las mesas y mis primos y yo reíamos con la copa en la mano sobándonos nuestros estómagos cada vez mas abultados y escondiéndonos del sol que pegaba fuerte y firme con su fuerza nortina en nuestras cabezas cada vez mas despobladas. Mis tíos, por su parte, discutían quien se mantenía mejor, mas fuerte o viril a pesar de las docenas de hojas arrancadas a sus calendarios que en realidad no son tantas, (casi todos bordean los 50), pero que a mis tiernos ocho años me parecían una eternidad. Las mujeres, por su parte, intercambiaban técnicas de crianza y alguna que otra receta aburridas en sus vanos intentos de hacer bailar a sus maridos, a los cuales, si bien el alcohol les había soltado la lengua, todavía no lograba obrar sobre sus piernas lo suficiente como para convencerlos de danzar bajo el sol estival.
Así se paso la tarde, entre anécdotas nuevas, risas y el hilvane constante de recuerdos: recuerdos de mi abuela que nos acercaba por millonésima vez el relato de su propio matrimonio y los recuerdos de mis tíos y sus correrías de hace medio siglo, con nuestros recuerdos de primos que tienen décadas ya, mezclado, en los niños, hijos de los unos y sobrinos de otros, el recuerdo de este matrimonio en el que volvieron a ver a esos parientes que se sienten tan cercanos, (la sangre tira,) pero que ven cada vez mas a lo lejos.
…Y de pronto caí en la cuenta que en casi 30 años era la primera vez que “mi familia” mutaba, abuelos habían muerto, tías y tíos también, yo me había ido de la casa, los niños, mis hermanos, habían crecido, Marco había terminado la universidad y empezado a trabajar y Andrea había cumplido los 21 estudiando enfermería, pero siempre éramos, permanentemente, “nosotros”, mi mami, mi mamá, mi papá, mis hermanos y yo, por eso fue tan desolador ver que de pronto otro dormitorio en la casa se vaciaba, que había mas espacio en ese closet que por años desbordaba los retos de mi mama obligándonos a ordenar, y notar que había un puesto mas disponible en la mesa que seguramente mi papá, en cada navidad y año nuevo, servirá de todas maneras como lo hace religiosamente desde que yo mismo me fui, para sentirnos presentes en nuestras ausencias, sin importar la distancia ni el tiempo que haya pasado desde que desplegamos las alas dejando vacío el nido.
Y yo no podía dejar de pensar si, en esa Italia lejana, en ese Andacollo polvoriento o en el mismísimo Coquimbo corsario, hace unos siglos atrás algún melancólico ancestro perpetuaba en su mente recuerdos de su tiempo y las mismas reflexiones emanadas de alguna reunión familiar que el tiempo volvió polvo y arrojo al viento.
Me costo entender que ya no somos los que fuimos, ya no somos los mismos, pero seguimos siendo nosotros.
Por eso también el nombre de esta crónica, no solo por los cambios que pasaron y los cambios que vendrán, sino también por que a la larga, todos y cada uno de nosotros formamos parte de una misma y larga canción.


Comentarios

mauro ha dicho que…
debe ser que en este rato estoy tranquilo y solo, despertando de mi alprazolam y que me pillaste desprevenido , pero leí tu relato y llegué a tu papá poniendo otro puesto en la mesa y me puse a llorar.Ahora mismo lloro mientras escribo. Las historias son muy distintas pero el fondo es el mismo, un vaso que se va vaciando .
Mi familia es ínfima , más aún ahora que mi papá se fué , pero el sentimiento es el mismo. Con otro café se me pasa.
Anónimo ha dicho que…
Sin palabras, simplemente tu relato me ha dejado sin palabras...

la misma sensación de apego pero de desconocimiento en algunos casos y a la vez, el tiempo no pasa en vano, y es cierto, nunca seremos los que algun dia fuimos.

Abrazos.
Anónimo ha dicho que…
ESTA PESIMA SU PAGINA PONGAN COSAS MAS INTERESANTES NO CREN AL MENOS ESO CREO YO BUENO ESO ES TODO X EL MOMENTO BEY BEY CUIDENSE

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