Poker.


Nos reunimos a la hora señalada y  casi de inmediato pusimos nuestras cartas sobre la mesa guardándose cada uno su mejor mano.
Soñamos un momento entre la música y las copas, entre las historias de nuestros pasados que muy probablemente explicaban nuestros futuros, entre el recuento de amores fallidos y romances fugases y entre la duda de la posibilidad de volverse lo primero, lo segundo o algo completamente nuevo el uno para el otro; pero no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague, y la hora de colocar la apuesta llego.
Busco en sus bolsillos su fracturado corazón, bellamente decorado de frías escarchas y oropeles sin valor, mismos que le daban el atractivo aspecto que otorga a las piedras la pirita a la vez que cubría sus remiendos.
Mi turno llego y ante su gesto respondí desempolvando el mío, que mohoso y frío fue al encuentro del suyo.
Y alargamos el juego, y pedimos más cartas, y blofeamos apelando a la necesidad e ingenuidad del otro, hasta que entre las sabanas nos encontró la mañana.
Un mano a mano de una apuesta sin valor, en la que no habrá perdedor, pero probablemente, tampoco ganador. 


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